La saludable dieta mediterránea tiene su origen en los países del sur de Europa, ¿los productos con los que cocinamos nuestras sabrosas recetas son realmente mediterráneos? El clima y nuestra situación geográfica ha hecho posible que una gran variedad de productos llegará a nuestras cocinas. La tradición y nuestra afición a la buena mesa han hecho el resto. Muchas culturas pasaron por nuestras tierras. En otros momentos, fuimos nosotros los que paseamos por tierras lejanas. Fruto de la tradición, los 3 Reyes Magos de nuestras despensas se han convertido en nuestra mejor carta de presentación ante al mundo. Aceite de oliva, jamón y vino conquistan las mesas y cocinas de los paladares más exigentes ¿Los preciados olivos y uvas han estado siempre aquí? difícil es decir que país fue el primero en comer sabrosas aceitunas. La navegación a través del Mare Nostrum es antigua al igual que el comercio y las relaciones socioculturales. Junto a los hombres viajaban a través de sus aguas recipientes cargados de productos que unos y otros sabiamente adaptábamos a nuestras mesas.

Algunos opinan que antiguos pobladores de las montañas del Cáucaso ya eran consumidores del zumo de la uva, otros que fueron los griegos los que mejoraron la fruta hasta convertirla en bebida de Dioses. Desde mucho tiempo atrás los españoles estamos acostumbrados a regar con buen vino nuestras comidas. También desde hace siglos utilizamos el caldo de las aceitunas para freír con gracia y salero el rico pescado que nos regala el mar que nos rodea. Mar que unido a nuestro sol y calor siempre hemos aprovechado para obtener un condimento básico en nuestra cocina, la sal. Mejora el sabor y tiene la propiedad de secar casi todo lo que toca, convirtiéndose en uno de los conservantes naturales más antiguos que se conocen. Mantiene en perfecto estado las carnes que no se consumían de manera inmediata facilitando su transporte y conservación. Sin ella, no podríamos disfrutar de nuestro famoso «Jamón». La sal fue el conservante alimenticio más valioso en tiempos romanos, tanto es así que los centuriones recibían su sueldo en forma de sal, lo que en nuestro idioma derivó en la palabra «salario». La «H» de las zanahorias nos indica su pasado árabe en nuestras mesas, al igual que almendras y garbanzos. El ajo, condimento estrella de nuestras cocinas, viajó hasta nosotros en las maletas de los judíos, más por sus propiedades curativas que alimenticias.

El siglo XVI, además de nombrar a nuestros monarcas Reyes de la Mar Océana, trajo a nuestras cocinas nuevas especies vegetales. Comenzaron a mezclarse pescados, carnes y mariscos con nuevos ingredientes sometidos a diferentes condiciones de presión y temperatura nacieron nuevas recetas para conquistar a los paladares más exigentes. Bellas flores traídas también de tierras al otro lado del mar adornaron los salones de las casas antes de entrar en la cocina. Nuestros campos tenían ya olivos centenarios y no necesitábamos experimentar con nuevas grasas. Especies vegetales que se adaptaron rápidamente a la tierra, al clima, a las cocinas y sobre todo a nuestros estómagos. La historia y los territorios del Imperio Español en Europa extendieron su consumo por gran parte del Viejo Continente. ¿Qué sería de la pasta italiana o el ratatouille francés sin tomate? ¿Comerían puré de patata en Inglaterra o Alemania? ¿Disfrutaríamos todos los europeos de los bombones o el chocolate belga?

Los españoles siempre hemos sido lo que se dice «de buen comer». Para nosotros nuevas culturas siempre han significado nuevos colores, nuevos sabores y nuevas recetas en nuestras cocinas. Mestizando sencillos ingredientes llegados a nuestros laboratorios desde cualquier rincón del mundo han nacido la rica paella, el sabroso cocido, o la contundente fabada… Cuando Isabel la Católica financió el famoso viaje con el fin de abaratar el precio de las especias, no imaginó que Colón traería una cargada cesta de nuevas viandas.

Los humanos seamos de donde seamos, tenemos la necesidad de alimentarnos. La agricultura hizo que pudiéramos dejar de pasear por el mundo para buscar alimento. Posteriormente, el comercio y movimientos migratorios favorecieron el intercambio de semillas, especias y productos a veces elaborados.

El clima y la geografía han influido en la elaboración y conservación de los alimentos. Características que junto a tradiciones y religiones han dado personalidad a la manera de alimentarse de los diferentes países y grupos sociales.

Rusia es el país más grande del mundo. Su clima y sus influencias culturales hacen de su cocina un ejemplo más de su multiculturalidad. Ingredientes y platos que llegaron desde Mongolia o China a la Rusia asiática. Influencias de la cocina turca y griega que pasaron a través de las montañas del Cáucaso al sur de Rusia. Patatas, tomates y girasoles que entraron para quedarse en sus despensas desde Europa han ido complementando la variada forma de alimentarse del país. Ingredientes nuevos mezclados con pescados y carnes nacidas en ríos, lagos y bosques se mezclan con cultivos de hortalizas y cereales. Frutas, setas y bayas silvestres recolectados durante cortos periodos de tiempo enriquecen la oferta vegetal .

La diferencia principal de la cocina rusa con la tradición de otras culturas viene más marcada por las técnicas de conservación que por su variedad de ingredientes autóctonos. Al igual que las hormigas guardan el alimento para el largo invierno, los antiguos eslavos debían hacer lo mismo. Ahumar, marinar, salar o secar alimentos para su conservación ha sido la necesidad que aporta personalidad a la tradición. Cortos veranos que obligan a conservar las hortalizas encurtidas. Transformar frutas y bayas en mermeladas, compotas o bebidas. Carnes y pescados ahumados, salados, desecados o marinados acompañaban a las harinas de los cereales en las despensas.

Hervir y hornear, la forma tradicional de cocinar. El horno, un elemento principal en las viviendas tradicionales, siempre encendido para cubrir las necesidades del clima . Siempre listo y caliente para transformar lentamente alimentos en panes y bollos de diferentes rellenos dulces y salados. Cercana al horno, una cazuela donde cuecen despacio y durante horas, sopas siempre calientes y listas para degustar cuando se entraba a la casa. Transformar la leche en todo tipo de quesos suaves, yogures y salsas fue también fundamental para completar las necesidades de conservación y transporte.

En la actualidad, todas estas circunstancias sustentan la personalidad de la cocina rusa. Sabores que nacen de sus marinados y ahumados mezclados con ingredientes llegados de otras culturas que han necesitado adaptarse a su «necesidad» de conservación.
Sopas de pepino, remolacha y repollo aparecen ya descritas por Pushkin, Gógol o Tolstoi en sus obras. Nabos, rábanos, manzanas y pasteles de carne son los preferidos de los personajes de los tradicionales cuentos rusos, que casi siempre acaban bebiendo jarras de «hidromiel». Épocas de ayuno religioso que dan origen a sopas y pasteles carentes de cualquier tipo de ingrediente de origen animal.
Miel y mermeladas de colores llenan de color tartas que acompañan a la verdadera bebida nacional rusa que es el té. Pescados secos que se comparten con amigos delante de una cerveza. Ensaladas que unen exóticos ingredientes con marinados y encurtidos tradicionales para compartir con amigos y familia. Tradiciones que a pesar de avatares históricos, han sobrevivido al paso del tiempo «transformadas» como la elaboración de los famosos «Blini». Tortas de trigo que sirven de base para cualquier cosa dulce o salada, cualquier día y en cualquier momento listas para ser consumidas.

Redondas y doradas especialmente ofrecidas por los antiguos eslavos al Dios sol y a la Diosa Tierra durante el equinoccio de primavera anunciando el fin del invierno. Hoy protagonistas indiscutibles de la semana anterior a la Cuaresma preparaban al cuerpo para el duro ayuno que le espera. Cada día con un relleno característico, cada día con un refrán y una excusa para visitar a amigos y familiares, hacen de los días de «carnaval» un banquete colectivo en recuerdo a sus antiguos ancestros.
