Después de varios intentos por fin pude conseguir la deseada entrada que me daba acceso a uno de los museos más restringidos que conozco. Tras varios estrictos controles de seguridad de todos y cada uno de los componentes del reducido grupo de 25 personas del que formaba parte pude traspasar la puerta del «Fondo de diamantes del Krémlim». Esperaba ver en aquella sala las joyas de la familia Imperial, las más especiales.
Las «normalitas» están expuestas en otra parte del Krémlim, la Armería. De allí, días antes, salí saturada de riqueza. Brillantes, perlas, esmeraldas y turquesas por doquier de un tamaño que más bien parecían chapas de botella y donde un prendedor del pelo cuajadito de brillantes y realizado por cartier a principios del siglo XX me pareció una baratija de bisutería comparándolo con el resto de la vitrina. Los rusos son un poco excesivos en cuanto a decoración se refiere. Llegué a la conclusión que eso del «menos es más» no ha estado nunca en su criterio de la estética y si encima añadimos que tienen minas de todo tipo de piedras en su territorio, nos podemos hacer a la idea de sus gustos ornamentales. Para los orfebres rusos el no dejar espacios vacíos ha debido ser una norma. Han utilizado las perlas y las piedras preciosas sobre planchas de oro y de plata igual que nosotros de niños hacíamos collage apretujando bolitas de papel de colores. ¡Imposible colocar más piedras en un cm2 de metal! Unos días me han parecido suficientes para descansar la vista de tanto brillo. He venido a ver con mis propios ojos los símbolos de poder del Imperio ruso; el orbe, el cetro imperial y la corona de Catalina la Grande. Después de ver las joyas de gran valor histórico y monetario que se guardan en la Armería siento una gran curiosidad por saber como son. Contienen piedras únicas por su color, rareza o tamaño que merecen medidas de seguridad extraordinarias.
Al entrar me di cuenta que necesitaba separarme de la compañía del grupo, decidí hacer el recorrido al revés para no ver interrumpida mi tranquilidad con la voz del guía que aleccionaba a la mayoría de mis acompañantes, un ruidoso grupo de turistas alemanes. ¡Luego dicen que los españoles somos indisciplinados y ruidosos!.
Cuando pienso en una pepita de oro me imagino una cosa pequeñita en mi mano y no el pedrusco que veo detrás del cristal y que más parece una rocalla brillante que bien podía estar adornando un jardín entre flores de colores. ¡Pepita de oro que pesa más de 40 kg!. Otra confirmación que las magnitudes en Rusia cobran vida propia y grande debería traducirse por enorme…

Mis ojos van de vitrina en vitrina y yo de sorpresa en sorpresa. Entre el tamaño de los pedruscos y el brillo de las joyas en algún momento pensé que iba a necesitar gafas de sol para evitar el deslumbramiento ante tanto destello. Y allí en el centro estaba lo que había venido a ver. ¡El cetro imperial con el diamante Orlov!. Mi vista salta del cetro al espectacular zafiro del Orbe.

¡La corona imperial! ¡Bellísima!. Brillantes y perlas divididos por esa cenefa central como si fueran los Montes Urales separando la Rusia europea de la Rusia asiática, unidas visualmente por el rojo majestuoso de la Espinela. Buen gusto tuvo Catalina la Grande (Yekaterina Alekseevna), al elegir el diseño de esta corona. El día de su coronación demostró que no sólo era Grande y fuerte de espíritu y carácter. Caminar comprimida por un estrecho corsé con regia dignidad bajo la atenta mirada de todo el mundo mientras se lleva un vestido de casi 50 kg debe ser difícil. Hacerlo con los dos kilos de brillantes y perlas sobre la cabeza que tiene esta corona es el más difícil todavía de las pistas de circo. Para aguantar el porte en tal situación creo que debe ser necesario mucha fuerza, perseverancia y decisión. Aquel día demostró al mundo que era muy capaz de llevar el peso del poder sobre sus hombros. De manera literal diría yo. No me extraña que su esposo, el zar Pedro III ( Piotr Fiodoróvich) se dedicara a jugar con soldaditos de plomo en lugar de ejercer de zar. El hombre nunca estuvo interesado en Rusia y Rusia le pagó con la misma moneda, nunca estuvo interesada en él. El destino puso en su lugar a dos mujeres muy especiales. Primero a su tía, la zarina Isabel (Elizabeta Petrovna) y después a su esposa Catalina para mantener, proteger y engrandecer el Imperio. El destino no se equivocó ni con la maestra ni con la alumna, si una fue buena para el país la otra fue mejor.

En las siguientes vitrinas no dejan de sorprenderme el tamaño, el brillo, los diseños increíbles. ¡Buf! qué manos las del artesano que grabó sobre tan dura y a la vez delicada superficie el águila imperial. ¡Solo puedo pensar en la precisión y la paciencia del hombre que hizo tan detallado trabajo!.
Una vitrina más, esbozo una sonrisa. Varias cosas hay en este museo que no esperaba encontrar y estoy delante de una de ellas. Admiro a través del cristal la Orden de la Victoria. Conozco cada detalle de su simbolismo. No puedo dejar de sonreír ante su significado, nunca la «he visto» como una joya. Al verla aquí, rodeada de esmeraldas y zafiros únicos, soy consciente de la cantidad de brillantes y de su tamaño. Sin embargo yo siempre he sentido predilección por el humilde esmalte central. Desde que recuerdo he asociado mentalmente ese esmalte a un verso de Vladímir Vladímirovich Mayakovski; «La tierra empieza, como es sabido, en el Krémlim».

Nunca he prestado atención al valor económico de la pieza, será por eso que no la esperaba aquí. La más alta condecoración militar de la URSS tan escasa como excepcional. Sólo se otorgaron 20 a 13 personas distintas y una de ellas fue revocada. Viéndola me doy cuenta que su valor económico es altísimo, pero para mí sigue siendo insignificante. Para mí su valor es otro. No hay dinero en el mundo que pueda igualar el recuerdo de la gloria y el agradecimiento eterno ante una hazaña que parecía imposible. ¡Cuántas lágrimas y sufrimiento hay en esos brillantes! ¡Cuánto dolor y esfuerzo se esconde tras los rubíes!¡Cuánto orgullo, al verla brillar!. Ésto sí que es un diseño perfecto.
Mientras mis ojos parecen hechizados por el brillo y el color de los rubíes en forma de estrella. Como me gustaría saber lo que pensaba el Gran Mariscal mientras la prendía en su chaqueta. Un hombre sencillo, hijo de siervos, que tuvo la ardua tarea de devolver al infierno a los demonios que un día vinieron a perturbar la tranquilidad de su casa.
Me despido de los brillantes y rubíes con una última mirada al esmalte central y a la palabra «Victoria» ¿dónde he visto ese color antes?. No lo dudo, es el mismo color que el de las estrellas del Krémlim durante las noches de verano. Cuando se recortan en el cielo azul noche, habitual de las tierras del norte durante el solsticio de verano. Esas noches , las estrellas brillan de color rojo rubí muy intenso. La primera vez que me mostraron ese brillo pensé que cobraban vida y con coqueteo pícaro querían llamar mi atención con su sonrisa. Ahora estoy segura, les gusta sonreír para todo aquel que sepa entender. Me hablan con sus destellos. Me dicen, aquí estamos y aquí seguiremos.
El tipo vestido de oscuro que vigila este pasillo debe estar pensando que hace esta turista parada tanto tiempo ante la misma vitrina con todas las pulseras y pendientes que la rodean. Creo que ha entendido mi pícara sonrisa con la que me alejo del cristal y piensa lo mismo que yo, le gustaría saber que opinan los siguientes admiradores de la vitrina. El grupo de ruidosos alemanes con los que entré. Yo me alejo de allí hacía otra parte de la sala pero la satisfacción y orgullo siguen reflejados en mi cara mientras recuerdo algunas palabras que sonaron en la Plaza Roja aquel 24 de junio de 1945. ¡Qué pena que no estén escritas en todos los idiomas en una cartela sobre la Orden de la Victoria!, sería una chulería muy bien merecida.
«Los viles invasores tuvieron la misma suerte que los demás invasores que atentaron antes contra nuestra sagrada tierra. Habiendo levantado la espada contra nosotros, los alemanes han encontrado su muerte por nuestra espada».
Mi recorrido se acaba, visto lo visto no creo que estas últimas vitrinas puedan sorprenderme. ¡No puede ser! ahora un pequeño carnero colgado de un magnífico collar de oro parece guiñarme un ojo. Me apresuro en leer la cartela para confirmar lo que ven mis ojos. ¿Qué hace un Toisón de oro en el Krémlim de Moscú?
